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¿TRABAJAR? de NDLeón

¿TRABAJAR? de NDLeón


Bulevar la Ku’Damm o Kurfürstendamm en Berlín Oeste.
Foto de istockbygettyimages


¿TRABAJAR?

Con cariño para Fernando Marquina. Hijo predilecto de la Hacienda Casa Grande. La Libertad, Perú.

Me encontraba chancando barro en el Keramikatelier de mi amigo Fernando Marquina en la Kantstraße a tres cuadras de la Ku'Damm en Berlín Oeste; mientras esperaba una correspondencia de la bella Italia. La invitación al Coloquio sobre Pedagogía Teatral —Bérgamo 1977, LombardíaPasaban las horas tras horas y no llegaba nada; en el taller faltaba mano de obra, me ofrecí para colaborar en algo. Me mandaron al sótano a preparar el material. Pasaban los días y yo dándole duro al barro; comba y comba a los ladrillos de arcilla transformándolos en planchas ovoides con diferentes espesores, casi listas para ser trabajadas en el torno de alfarero y transformarlas en obras de arte utilitarias. Había momentos que no tenía físico, falta de costumbre, a la hora del fiambre no podía ni levantar la cucharita del café. Hasta ese momento pensaba que los artistas plásticos hueveaban. Craso error. Mis respetos para ellos con honor. Como neófito licenciado experto en cerámica no puedo dar detalles de la chamba porque estoy más perdido que Adán en el Día de la Madre. Pasaban los días sin noticias. El buzón del correo limpio de polvo y paja. Por lo tanto tenía que seguir metiendo martillazos a la arcilla. Cada combazo era una letanía. Un calvario de cada día como los cuarenta latigazos al gran Redentor que nos libró de pecados. En plena sacadera de mugre trompeándome con un bloque de arcilla requeteduro, machacando el material al compás del Rock de la Cárcel del Rey Elvis Presley, tocaron el timbre del taller, subí como quien descansa un ratito y a través del cristal vi al esperado amigo cartero con un manojo de sobres en la diestra. Recibí la correspondencia y miré uno por uno los nombres de los destinatarios, y nada; volví a chequear y leí en un sobrecito de formato casi cuadrado: F. Marquina y/o N. León; remitente la Embajada del Reino Unido, Inglaterra; sin darle importancia abrí el sobre, se trataba de una invitación para una entrevista. Al día siguiente acompañado de mi buen amigo Fernando Marquina, artista propietario del Taller de Cerámica, nos dirigimos a la Embajada y después de quince minutos de charla me otorgaron una Bolsa de Viaje de parte del Concejo Británico y un Curso de Iluminación Teatral por diez días. Acepté la invitación. Bérgamo podía esperar, Londres, no. Leonardo Da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti podían esperar; Hamlet, Macbeth, Sherlocks Holmes, no. Decidí por la aventura.
Ni corto ni perezoso alisté mi maletita viajera y en la noche me enrumbé a lo inimaginable. De Berlín Oeste al puerto de Rotterdam, Países Bajos, en tren; ahí tomé barco atravesando el Mar del Norte hasta el puerto de Harwich, Reino Unido. Bajé a tierra para dirigirme al tren que me llevaría a Victoria Station. Antes de dar un paso más la Policía de Migración me invitó a una revisión de rutina; no escucharon explicaciones y nos revisaron de pies a cabeza, a mi y a mi pobre maletita que la desnudaron en cuerpo y alma. Un oficial muy atento y muy sonriente me pidió mis documentos, entregué mi pasaporte con la visa inglesa y la carta de invitación del Concejo Británico. El oficial ojeó la misiva. Llamó a su compañero para que me interrogue.
Buono dia, yo hablarr poquitu Spanish.
Buenos días. Ay’am little spik Ínglish.
Usteé quererr vissitarr London?
Ay’mm invitet bai dí Britisch Cooncil.
¿Usteé quererr «Tra ba jal» in London?
¿Trabajar? ¡Yo nou trabajar en mi país! ¡Yo not trabajar acá!
Respondí instantáneamente fuerte sin pensar con una perfecta dicción del verdadero español victoriano de La Victoria. El Oficial dejó por unos brevísimos segundos su flemático comportamiento y soltó una típica carcajada de Lord inglés.
¡Jo, jo, jo! 
Cogió el sello firmemente y con un toque seco y preciso inmortalizó mi entrada al Reino Unido.
Bon voyage! Congratulations, Mister!
Zennkiú very masch Sir!



La alegría me duró poco. Conforme me acercaba a Londres el tren se me iba de costado por otro rumbo diferente. Muy diferente a lo que yo había marcado con una gran equis roja en mi plano; pregunté:
Sqüísmí! Guear wi goinn? Güear tu ind di final Guearabouts off the train Stéischon?
¿Cómo qué adónde vamos? ¡Vamos a la Estación!
Iff, yes! Bat that Stéischon, yuur name plíss!
¡Vamos a llegar a la Estación Liverpool!
Liberpuul?
¡Sí! ¡Liverpool Street Station¡
El cielo completamente oscuro, la oscura y tenebrosa noche nublosa con neblina de Londres se me nubló más; el cerebro y los ojos se me llenaron de una espesa y cargada neblina conceptual. Mirando por las ventanillas los barrios vecinos fue como si estuviera llegando al Purgatorio. Sólo puedo decir que la experiencia fue como comprar un pasaje para el Parque Kennedy ubicado en el corazón de Miraflores City, y después de pestañear, despertarse por las transversales callejuelas de la avenida San Pablo junto a La Parada en la populosa Rica Viky. ¡A las doce de la noche! Bajé del tren sin brújula, nadie tenía tiempo para brindar una orientación. Salían de la estación despavoridos. A todo esto me hice una pregunta sin sentido.
¿Y esto?
Con cigarrillo en mano y con una mirada entre soslayada y atrevida me perdí en medio de la tiniebla, caminé hacia lo desconocido como si fuera mi recordado barrio blanquiazul querido de nebulosa y clásica pre-fabricada neblina. Esa noche la libré, les caí en gracia a tres desadaptados delincuentes de la zona, tomamos un licor venenoso, me señalaron un huarique. El Ejercito de Salvación, salvado, fui cobijado en el albergue hasta las seis de la mañana; nos despertaron con campanadas de recreo. Después de un rapidito baño gatuno con pañuelito, muda de camisa, salí a las calles. Tempranito a primera hora me dirigí a las oficinas del Concejo Británico. Atravesé Londres. Me hicieron una gran recepción, tres influyentes burócratas me habían esperado con carteles, bombos y platillos en la Estación Victoria, y yo perdido en el tenebroso barrio bravo del noreste de Londres. El director jefe dio la orden de refrescar la garganta. Trajeron una botella del mejor whisky escocés, según el jefe, y él mismo sirvió los vasos. Esperé tranquilo con una pose al mejor estilo de un gentlenman.
You want ice? paré la oreja.
Senquiu, no, gracias — mi interlocutor sonrió complacidoCon hielo se malogra el whisky . De premio recibí otra rueda.
La secretaria del Concejo Británico me entregó un sobre lleno de programas, entradas en general. Teatro, mimo, títeres, opera, ballet. Pasajes para el bus y para el Metro. Uno de los grandes espectáculos fue El Rey Lear por la Compañía Royal Shakespeare. El otro fue El alma buena de Sezuán de Bertold Brecht en el Teatro de Greenwich. Siete contra Tebas de Esquilo representado por la Compañía de Teatro de Arte Griego de Atenas. Equus de Peter Shaffer en el Albery Theatre. Como fin de curso, la opera rock Jesucristo Superstar en el Palace Theatre. 
Las dos semanas que pasé en Londres fueron atareadísimas; corriendo de un lugar a otro, desde las diez de la mañana podía ver títeres y teatro. Correteando de un lugar a otro, solo, sin amigos ni colegas, solito, caminé solo por la ribera del río Támesis, por el meridiano de Greenwich y por los centros turísticos. En parte fue una gran ventaja porque aproveché al máximo mi tiempo. Visité la casa de Charles Dickens de estilo victoriano; el Covent Garden Market, el antiguo mercado, donde filmaron algunas escenas de My Fair Lady con Audrey Hepburn y Rex Harrison. Recordando mis andanzas siempre era lo mismo; me veo caminando abrazado con la neblina y cruzando los brazos para no dar la mano a la niebla ni a la bruma.
Llegó el día de la despedida, me puse bonito como alumno de primaria y desde Victoria Station inicié el feliz retorno. De Londres a la Estación Central de Berlín Oeste, luego tranvía al paradero Savignyplatz, dos cuadras a patita y llegué nuevamente a casita, al Taller Cerámico de mi buen amigo Marquina. Después de ésta breve experiencia que lindo fue regresar. Como dijo Dorothy en el Mago de Oz:
«No hay nada como el hogar».
Y ese mismo sentimiento fue lo que sentí con relación al taller de Fernando Marquinita. Aprendí de él escuchando sus consejos y sus anécdotas. Me acuerdo de las reuniones en la sala de exhibición y de las charlas de café con temas interesantísimos para un recién llegado como yo, fue un lujo compartir con el espontáneo y excelente auditorio. Y sobre todo, aprendí a chancar arcilla... con alegría.
NICOLÁS DANIEL LEÓN CADENILLAS
Traunstein, 2010.

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