PARTE Y REPARTE. NDLeón
¿Quién es más ladrón: el que asalta el banco o el que lo funda?
Bertolt Brecht.
Me encontraba en una agencia Western Union del barrunto con la intención de retirar dólares americanos vía California City, dinero limpio para diligencias legales en nuestro sacrosanto Palacio de Justicia. Me acomodé en la cola, no había ventanilla preferencial, tampoco había asientos, nada de comodidad para los guerreros de la tercera edad. Adelante mío, se encontraba una señorita despampanante con el bluyin rotoso, deshilachado, maltratado a la mala; los huecos dejaban ver sus prominentes y firmes carnes al libre albedrío. Ese caché le daba un aire de pobreza espiritual pituca. La joven guapachosa estaba nerviosa por la lentitud de la atención, golpeaba sus taquitos bonitos que hacían juego con su cabellera revuelta a la dios. Sus piernas atléticas y bien formadas apunte gimnasio de las once de la mañana, lo reafirmo, porque su carita reflejaba un sueño de ociosidad. En el silencio angustiante de la espera suena insistentemente el celular de la bella morocha, la dama saca de su bolso un cel carísimo. Contesta.
—Cinco minutos y ya tengo el dinero. Ven pronto. Te veo y salgo. Espero en la puerta.
En la ventanilla la atención es veloz. La chica guarda un buen fajo de billetes gringos. Guarda también el bonito móvil modelo última generación A1. Me toca a mí. El empleado me pide documentos y datos, me interroga con una sarta de preguntas. Me entrega los billetes al cambio en moneda nacional. Escucho una bocina atronadora con ritmo de reggaetón. Al instante un rugir del motor de una motocicleta. Un grito desgarrador. Un claxon ensordecedor. Otro grito agudo espeluznante que erizó los pelos al empleado y a mí.
—¡Rateros! ¡Hijo’eputas! ¡Concha’esumadre!
Aprieto mi dinero haciendo puño. Volteo al toque. Miró a la chica. Ella gime, llora, se retuerce en su impotencia, le da patatus, soponcio y chucaque visceral. Doy dos pasos para sapear mejor el panorama. Veo la moto en su huida suicida cruzando la berma central de la avenida contra todo pronóstico. El auto con reggaetón tiene pegado el claxon, con una maniobra temeraria logra salir del atolladero. Llega a la esquina del semáforo, contra el tránsito gira en u hacia la izquierda. Un policía PNP de los que hacen vigilancia en la puerta del banco de enfrente hace la alharaca de detener a los motociclistas. La moto pica con más agresividad, para mala suerte los delincuentes derrapan en la primera esquina por la arenilla de cascajos. Aparecen, como quien huevea, dos serenazgos del municipio, se dan cuenta del roche, aceleran el paso para enfrentarse a los forajidos. El piloto foraja levanta la moto, la empuja, se sube a la volada y la prende. No tiene espacio para girar, se va de frente, frena, mira a su compinche. Este último al verse perdido emprende la huida por otra bocacalle. Pierde el paso toma otro rumbo. Los serenazgos lo corretean marcialmente. Aparece la ley, un patrullero inteligente del Escuadrón de Emergencia Las Águilas Negras, el oficial pregunta el color de vestimenta de los maleantes. Los sapos respondieron.
—¡Cascos y casacas cremas!
El patrullero activa su bocina, luces y sirena. Emprende su accionar con decisión y orden. Monitorea por radio. En el cruce de una gran avenida de varios carriles el criminal afloja, le falta aire. Los serenazgos lo cercan. Llega el patrullero justiciero. Bajan dos efectivos con arma en mano. Le advierten aplicando la razón.
—¡Ya perdiste mierda! ¡Levanta los brazos! ¡El bolso carajo! ¡Abre las piernas! ¡Al suelo gallina hijo’eputa!
El policía más ranqueado arrancha la cartera al criminal urbano. Chequea el fajo de billetes, agarra el preciado celular de la dama y lo guarda en su bolsillo reglamentario derecho. A ojo de buen cubero reparte el botín, un par de billetes de propina con la cara de Benjamín Franklin para cada uno de los serenazgos. Inmediato, con precisión de relojero el tombo oficial con el grueso de la marmaja sube a su caña, corta toda comunicación con su central y con suma prisa a gran velocidad desaparece entre la polvareda. Los jóvenes del municipio se escabullen entre el laberinto de calles y pasajes de la urbanización. El choro se sube al primer microbús que ve pasar. Los chismosos del barrunto chismearon. Se hizo un silencio. Una frenada impactante con deslizamiento de la ruedas rompió la quietud. La victima dentro del auto con bocina reggaetón llegó a la esquina, bajó del vehículo, no encontró nada de nada. La exuberante joven mira de arriba abajo la gran avenida que irradia sosiego, husmea una soledad solitaria devastadora, cruel e indiferente.
En mi andar me cruzo con la víctima, sus ojos denuncian un vacío intenso, sigo mi camino paso a paso. Una banda de música corta mis inmaculados pensamientos. Platillos, bombardas, cohetones. Una marcha celestial acompaña a nuestra morenita linda, día de regocijo espiritual, Día de Nuestra Señora de Guadalupe. Los vecinos, buenos y malos y peores, se persignan y oran a su paso. El alcalde del distrito y varios regidores anticorrupción; el párroco de la Parroquia Santuario, el monseñor, sacerdotes, sahumadoras y cantoras; el comandante comisario y autoridades, y cientos de fieles acompañan la gran procesión con cánticos de fe y buena voluntad.
NICOLÁS DANIEL LEÓN CADENILLAS
La Victoria, 2019.
Bertolt Brecht.
Me encontraba en una agencia Western Union del barrunto con la intención de retirar dólares americanos vía California City, dinero limpio para diligencias legales en nuestro sacrosanto Palacio de Justicia. Me acomodé en la cola, no había ventanilla preferencial, tampoco había asientos, nada de comodidad para los guerreros de la tercera edad. Adelante mío, se encontraba una señorita despampanante con el bluyin rotoso, deshilachado, maltratado a la mala; los huecos dejaban ver sus prominentes y firmes carnes al libre albedrío. Ese caché le daba un aire de pobreza espiritual pituca. La joven guapachosa estaba nerviosa por la lentitud de la atención, golpeaba sus taquitos bonitos que hacían juego con su cabellera revuelta a la dios. Sus piernas atléticas y bien formadas apunte gimnasio de las once de la mañana, lo reafirmo, porque su carita reflejaba un sueño de ociosidad. En el silencio angustiante de la espera suena insistentemente el celular de la bella morocha, la dama saca de su bolso un cel carísimo. Contesta.
—Cinco minutos y ya tengo el dinero. Ven pronto. Te veo y salgo. Espero en la puerta.
En la ventanilla la atención es veloz. La chica guarda un buen fajo de billetes gringos. Guarda también el bonito móvil modelo última generación A1. Me toca a mí. El empleado me pide documentos y datos, me interroga con una sarta de preguntas. Me entrega los billetes al cambio en moneda nacional. Escucho una bocina atronadora con ritmo de reggaetón. Al instante un rugir del motor de una motocicleta. Un grito desgarrador. Un claxon ensordecedor. Otro grito agudo espeluznante que erizó los pelos al empleado y a mí.
—¡Rateros! ¡Hijo’eputas! ¡Concha’esumadre!
Aprieto mi dinero haciendo puño. Volteo al toque. Miró a la chica. Ella gime, llora, se retuerce en su impotencia, le da patatus, soponcio y chucaque visceral. Doy dos pasos para sapear mejor el panorama. Veo la moto en su huida suicida cruzando la berma central de la avenida contra todo pronóstico. El auto con reggaetón tiene pegado el claxon, con una maniobra temeraria logra salir del atolladero. Llega a la esquina del semáforo, contra el tránsito gira en u hacia la izquierda. Un policía PNP de los que hacen vigilancia en la puerta del banco de enfrente hace la alharaca de detener a los motociclistas. La moto pica con más agresividad, para mala suerte los delincuentes derrapan en la primera esquina por la arenilla de cascajos. Aparecen, como quien huevea, dos serenazgos del municipio, se dan cuenta del roche, aceleran el paso para enfrentarse a los forajidos. El piloto foraja levanta la moto, la empuja, se sube a la volada y la prende. No tiene espacio para girar, se va de frente, frena, mira a su compinche. Este último al verse perdido emprende la huida por otra bocacalle. Pierde el paso toma otro rumbo. Los serenazgos lo corretean marcialmente. Aparece la ley, un patrullero inteligente del Escuadrón de Emergencia Las Águilas Negras, el oficial pregunta el color de vestimenta de los maleantes. Los sapos respondieron.
—¡Cascos y casacas cremas!
El patrullero activa su bocina, luces y sirena. Emprende su accionar con decisión y orden. Monitorea por radio. En el cruce de una gran avenida de varios carriles el criminal afloja, le falta aire. Los serenazgos lo cercan. Llega el patrullero justiciero. Bajan dos efectivos con arma en mano. Le advierten aplicando la razón.
—¡Ya perdiste mierda! ¡Levanta los brazos! ¡El bolso carajo! ¡Abre las piernas! ¡Al suelo gallina hijo’eputa!
El policía más ranqueado arrancha la cartera al criminal urbano. Chequea el fajo de billetes, agarra el preciado celular de la dama y lo guarda en su bolsillo reglamentario derecho. A ojo de buen cubero reparte el botín, un par de billetes de propina con la cara de Benjamín Franklin para cada uno de los serenazgos. Inmediato, con precisión de relojero el tombo oficial con el grueso de la marmaja sube a su caña, corta toda comunicación con su central y con suma prisa a gran velocidad desaparece entre la polvareda. Los jóvenes del municipio se escabullen entre el laberinto de calles y pasajes de la urbanización. El choro se sube al primer microbús que ve pasar. Los chismosos del barrunto chismearon. Se hizo un silencio. Una frenada impactante con deslizamiento de la ruedas rompió la quietud. La victima dentro del auto con bocina reggaetón llegó a la esquina, bajó del vehículo, no encontró nada de nada. La exuberante joven mira de arriba abajo la gran avenida que irradia sosiego, husmea una soledad solitaria devastadora, cruel e indiferente.
En mi andar me cruzo con la víctima, sus ojos denuncian un vacío intenso, sigo mi camino paso a paso. Una banda de música corta mis inmaculados pensamientos. Platillos, bombardas, cohetones. Una marcha celestial acompaña a nuestra morenita linda, día de regocijo espiritual, Día de Nuestra Señora de Guadalupe. Los vecinos, buenos y malos y peores, se persignan y oran a su paso. El alcalde del distrito y varios regidores anticorrupción; el párroco de la Parroquia Santuario, el monseñor, sacerdotes, sahumadoras y cantoras; el comandante comisario y autoridades, y cientos de fieles acompañan la gran procesión con cánticos de fe y buena voluntad.
NICOLÁS DANIEL LEÓN CADENILLAS
La Victoria, 2019.
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