ETIQUETA SOCIAL de NDLeón
Nicolàs Leòn. Fotografìa: Adriân Gonzalez |
ETIQUETA SOCIAL
De niño mamita cocinaba y nadie preguntaba nada. Nos
servían los platazos de sopa hirviendo con sus verduras y carne con hueso y nervios
y nadie se quejaba. Venía el almuerzo, algunas veces en platos hondos, y
teníamos que terminarlo todo. Pobre el que decía, miau, estaba frito,
achicharrado con la mirada fulminante de mamita. Así aprendimos a comer hasta
lo que no nos gustaba. El ejemplo nos sirvió para los años futuros, crecimos
macucones, duros de roer, sanos, fuertes y hermosos. Recuerdo que los papás a
fin de mes nos llevaban a comer pollo a la brasa, con las manos, al final de la
merienda un tazón de agua tibia con rodajas de limón para lavarnos los diez
dedos. Los picarones también con los dedos. Los anticuchos y choncholíes con el
palito puntiagudo. De niños casi siempre solo utilizábamos la cuchara para el
almuerzo y la cena.
En los años difíciles de los ’70 cuando se desestabilizo la
economía en la casa, mamita se las ingeniaba para que no falté nunca el plato
de comida de cada día.
Mi primera salida de casa fue como mochilero por Suramérica,
ahí comí de todo, nunca me quejé de la comida típica de los pueblos recorridos,
al contrario, mis respetos. En mis viajes de trotamundos a la hora del bitute aprendí
a comer de carretilla en carretilla, otras veces comí en los mercados unas ricas
viandas. En Arequipa, por ejemplo, en el segundo piso del Mercado San Camilo
una excelente variedad de platos típicos a precios populares; en el Cuzco a
unas siete cuadras de la plaza principal un mercado pobrecito, pero con una
comida para chuparse los dedos. Y así en ruta comiendo a la de dios cuando
había, muchas veces por falta de sencillo tres días seguidos metía diente al
más baratito de los platillos. Por mamita mi alimentación fue a base de
menestras, una que otra fritura. De mayor aprendí a comer sopa seca con su
carapulcra cañetana y chinchana, ambas un manjar, unas delicias del arte
culinario. Más mayor aprendí a saborear yogures, ensaladas de verduras, otras
veces mezcladas con manzanita y naranja para variar.
De párvulo
aprendí a cocinar con la sazón de mamita. Luego con el sabor de callejón victoriano.
Al final en mis viajes y giras de teatro me gradué cocinando con las recetas
teatrales es decir improvisando con lo que había. ¡Ay, mama mía! Cuando me casé
si me quejé, la doña desconocía lo que era la cocina de cada día, ella era
ajena al fogón, sartenes y ollas. Muy lejos de la papa a la huancaína, papa a
la diabla o al arroz a la cubana.
Ya recorrido, con medio siglo encima, llegó un día que pasé
una prueba de fuego de etiqueta social en una ceremonia de mantel largo. Se
casaba el hijo de un comerciante internacional que por vicisitudes de la vida
nos conocimos en el extranjero. Llegué al hotel, bonito y lujoso, cinco
estrellas, acompañado de mi hija, experta en organización de eventos y de bodas.
Los padres de los novios nos recibieron con una cortesía de élite. Todo era
selecto, los invitados, los amigos, familiares y los licores. Corría un
excelente champagne francés y unos bocaditos con polvillo de trufa. Un amigo en
común era el testigo del novio. Sonó la campanilla. Hora de acercarse a la gran
mesa. Nos sentamos, al frente tenía un juego de cubiertos de plata de todo
tamaño y modelo. Tenedores para carne blanca y roja, para ensalada y postre. Cuchillo
con punta, romo, chicos y grandes, uno chiquitito para la mantequilla.
Cucharas. Miré escéptico, en mi cerebro se me formó un laberinto. Miré a mi
hija que la tenía a mi izquierda. Mi hijita sonrió, me dijo: —No te preocupes,
tú, mírame —. Detrás de los cubiertos tenía una hilera de copas, grandes,
gordas, flacas y delgaditas. Mi hijita me advirtió —La copota es para servirse
el agua, no confundir —. Todo estaba delicadamente adornado. El toque final una
amplia decorativa y hermosa servilleta de tela. Me acordé que de joven casi
siempre me limpiaba con el mantel. El padre de la novia pronunció unas palabras
de gratitud por los buenos regalos. Aparecieron los mozos con las botellas de
vino. Se hizo el brindis. Llegó la entrada en un platito pequeño, lo pusieron
sobre un plato grande, una interesante obra de arte, era como una lasagna, según
mi hija era una variedad de lasagnette. Mi hija cogió un tipo de cuchillo y su
par tenedor, cortó el cuadrado en tres partes iguales, dio vueltitas con el
tenedor a la primera capa y se lo llevó a la boca, fácil. Yo igual seguí el
ritual. Miraba con el rabillo del ojo y actuaba con estampa. Siguió una
ensalada, aparte su aliño, vinagreta y otros menjunjes. Y así fue en cada plato,
interactuando y no perdiendo de vista a mi hija como hacia la servidera. Con el
vino fue igual procedimiento. Cuando acabó la cena, miré a mi hijita, sonreímos,
fue mi cómplice para que yo realice mi mejor presentación en la degustación del
gourmet del garzón.
NICOLÀS DANIEL LEÒN CADENILLAS
Lima, 2021.
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