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CON UNA SONRISA. NDLeón

CON UNA SONRISA. NDLeón

‘Ya la ciencia me ha auscultado, todavía no estoy desahuciado’. Nk




CON UNA SONRISA
En estas últimas lunas que marca el calendario; como quien aprieta al azar el gatillo de una ruleta rusa; muchos condiscípulos, colegas, vecinos; ejemplos de buenos ciudadanos; madrugadores deportistas, abstemios; ejemplares dietéticos nutricionistas; uno tras otro se están yendo para la otra.
Cuando era criatura, los matrimonios y los velorios, eran acontecimientos sociales; que de tiempo en tiempo; reunían a los familiares y allegados. Ahora que soy mayorcito, sobreviviente de pestes y desgobiernos; veo a cada rato, por el barrunto y por los medios, las carrozas fúnebres como un desfile de autos alegóricos; la parca acecha en cada esquina y a cualquier hora.
No sé sí en todos los barrios ocurre lo mismo, el muerto sufre una transformación celestial. Eso es lo anecdótico en los velorios. Lo bonito de la muerte es que cada muerto resulta ser un santo. Al difunto lo ponemos en un pedestal. En el barrio acostumbramos decir cada cosa después de cada amanecida antes de enterrar al fallecido:
—‘Fue un padre ejemplar, esposo amoroso, gran profesional, mejor amigo; compañero valioso, irreemplazable; vecino correcto, etcéteras’—.
A cada pregunta: —¿Cómo estás? Se te ve bien —. Respondo como decía mi profesor de educación física: —‘La pinta es lo de menos. La procesión va por dentro’ —. En la actualidad estoy dando tumbos, de cita en citas, de consultorio en consultorio por el Hospital Dos de Mayo. Camino sacando mi raíz cuadrada, me estoy jugando el alargue, los descuentos, los no cumpleaños.
Me acuerdo que hace muchos años visité en el Dos de Mayo a un familiar. Visité al tío Pietro Dorotheo; jaranista, chupa caña y buen trompeador. No recuerdo el pabellón, el piso, menos la cama, donde lo visité. Los rumores decían que estaba grave, muy enfermo con un terrible mal, ‘que salía con los pies adelante’; de yapa recibió los santos óleos preparándolo para el encuentro con el barbón.
—De algo hay que morir ‘porque para tener poca salud, más vale seguir enfermo’—zuzurró el tío cuando lo internaron.
Pero, el tío Pietro, como siempre testarudo, se levantó, la libró. Después contó, qué escuchó una voz que decía, levántate, y se levantó. Le dieron de alta. Ciencia y milagro se confabularon. Una vez más demostró que era descendiente de una estirpe de rudos arrieros, mercachifles y recios caminantes de los antiguos vecinos que poblaron el valle del río Huatica.
El doctor jefe lo acompañó hasta el umbral de la puerta principal del nosocomio. En la despedida. El doctor muy amable, muy profesional, enfáticamente le pronosticó: —Sí usted quiere vivir algunos años más, deje el licor, el café; el tabaco; no consumir azúcar, ni sal, eliminar las grasas, nada de condimentos, ni frituras, nada de ajíes; duerma temprano, sus ocho horas; camine, trote, haga deporte, ‘footing’, suave, bicicletee por el barrio. Una media hora es suficiente. No licor, no alcohol, cuide su alimentación —. —¿Para qué tanta vaina? Igual nos vamos a morir —el tío masculló, agradeciendo, con una venía.
Cuando el tío dejó el hospital, se apoyaba en un bastón antiguo de ébano, tallado, obsequio de un joven vecino del barrio; el bastón le había pertenecido a su abuelo y también lo había utilizado su señor padre, vecinos ilustres de la cuadra veinte y cuatro con Torre Ugarte Av.
En un taxi llegó a su ‘búnker’, a su bonito minidepartamento. De nuevo solo en su soledad. Marcó varios números telefónicos de sus íntimos en el clásico teléfono azabache de los hogares.
—¡Ya estoy en casa… como nuevo! ¡Un trago necesito! Ja, ja, ja…
Sus incondicionales llegaron con alegría. Serios algunos, con sorpresa otros. El tío prendió el tocadiscos, puso un long play de vinilo de Fiesta Criolla. Abrió una botella de yonque cajamarquino, sirvió varias copitas cepilladas. Levantó su copa: —¡Salud! —. Uno de ellos sacó su petaca de whisky. Otro su chata de ron. Pisco. Cajetillas de cigarrillos. El tío prendió su habano cubano, se acomodó en su mecedora. Empezó una larga lora. Nadie habló sobre el internado, del mal, ni de las precauciones. Las reuniones se fueron disipando. Hasta que el noble corazón del tío dejó de palpitar. El tío se fue con una irónica sonrisa de oreja a oreja. Murió en su ley.
Se le recuerda leyendo los periódicos; escuchando, tarareando, tangos gardelianos entre sorbo y sorbo de un rico café pasado; grandes bocanadas de humo de cigarrillo Inca o Nacional.
De tiempo en tiempo los que lo acompañamos en diferentes excurciones estamos desfilando hacia la eternidad.
NICOLÁS DANIEL LEÓN CADENILLAS
Lima, 2025 

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