Húmedos atardeceres.
Fríos.
Calan los huesos.
Nos obliga
a calentarnos.
Café
piteado, ron y limón.
Nicolás León
TODO POR UN CULO
La primera aparición de la morocha en el
barrio fue en la triste estación de invierno con fuerte viento helado; humedad
húmeda, garúa y frío. Fue cuando la muchachada calentaba cuerpo con largos sorbos
de vino rosado al tiempo o descongelado. La morocha entró a la calle jalando
una carretilla con un termo y un par de bolsas de mercadería. Caminaba a paso
lento exhibiendo sus curvas y ondulante andar. Cruzó el barrunto en jean, chompa
y abrigo; vendiendo tequeños, arepas y café. Sus ojitos estudiaban el ambiente,
el mercado y a sus integrantes del laborioso barrio de oficios y malas artes.
Grandes maestros, buenos bebedores de emoliente, ron o aguardiente. Así, la preciosura
se ganó con los defectos y virtudes en su primera aventura comercial en el barrio
popular.
Pasaron
varias semanas y la señorita bonita apareció con los primeros rayos del sol primaveral,
vestidita como un angelito celestial irradiando luz y vida con una licra blanca
deportiva, blusita apretadita, sandalias caladitas que permitían ver sus deditos
bonitos. En esta oportunidad jalaba una
mejor carretilla, más amplia y más surtida. Ofrecía, café, emoliente, sánguches,
refresco de frutas, tequeños, arepas, empanadas y alegría, sonrisas y ganas de
vivir sin zancadillas.
El
grupo de muchachones tomaban unos rones en la puerta del emblemático bar
restaurant. El líder de la mancha era el dueño del local, criollazo enamorador,
la miró acaramelado de pies a cabeza y de casualidad enseñó el drilo que llevaba en el bolsillo. La
chica, diosa angelical, le devolvió una mirada bella e ingenua. El don Juan avispado,
murmuró a su gentita.
—¡Qué
tal culazo! —Todos movieron las cabezas de arriba abajo.
—Este
sol es tramposo. Más tardecito hace frío. Te invito una copa de ron —Lanzó la
primera piedra el amigo embilletado.
—No.
No bebo.
—¿Qué
vendes?
—Café,
sándwiches…
—Dame
cuatro...
—¿Con
todo?
—¿Qué,
sale con todo?
—Bandido
eles. Muy glacioso.
—¡Está
rico! ¿Quién lo ha prepara’o?
—Yo
lo hago todito, soy cocina plofesional.
—Yo
soy el propietario del restaurante necesito una socia cocinera. Espera un momentito
y hablamos. —Los muchachos entendieron la indirecta y arrancaron.
El
don Juan del barrio, metió letra, a los dos días a la chica bonita se le vio
atendiendo a los comensales, luego pasó por caja, de vez en cuando dirigía la
cocina, sus opiniones eran finas llenas de sabiduría. Por puntaje mayor se ganó
el puesto de administradora. El dueño la premió alquilando un departamentito en
La Molina como nidito de amor. El negocio prosperó, cada día más clientes
llenaban todas las sillas, las ventas no paraban, se despachaba por delivery,
para llevar o comer en el local. Según la logística, la estrategia debía
mejorar.
El
dueño asesorado por la diosa morocha se vio obligado a comprar congeladora
nueva, horizontal y vertical. Cilindro y caja china. Licuadora industrial.
Lavadora súper profesional. Ollas a presión, cocinas de inducción, extractor de
jugo, filtro de agua, purificador de aire, sartenes, cuchillos, cubiertos y
accesorios para la rica chef internacional.
Todo
era bonito. Hasta que en una mañana de amor y placer la chica tuvo una gran idea.
Trabajar las 24 horas al derecho y al revés.
—Amol
¿Pol qué mejol no me das la llave del negocio? Vendo desayuno templano y tú llegas pal’menú a mediodía. Así ganamos un extla y
telminas de pagar todo ante de acabal el año.
El
enamorado accedió e inmediato desayuno se vendió. La chica llegaba a las seis
de la mañana, abría el local. Los comensales saboreaban pan con chicharrón, relleno
o camote; cau cau o un rico calenta’o. Café, café con leche, té o anísa’o.
La
empresa triplicó su ingreso. La joven era fuerza, punche y hermosura. Atenta,
cordial y jovial. El ingreso era líquido. La pareja vivía en bonanza con salud
y confianza. De un momento a otro las calles se vistieron de morado, llegó
octubre con el victoriano Señor de los
Milagros, el milagroso visitó el barrunto. El Señor caminó por las calles y
huariques bendiciendo puerta por puerta
los locales comerciales; perdonando a los pecadores, a sus fieles traidores y
al conocido Cabezón ladrón, cobarde y soplón.
Al día siguiente de la procesión, el don Juan
enamorado estaba agotado por los rones a discreción. La diosa morena lo
despertó a la cinco de la mañana, lo incentivo para que cumpla con sus
obligaciones que dios manda. Fue un mañanero voraz y excitante sin bulla pero
radiante. La chica rica de buen culo lo dejó extenuado, más exprimido que limón
de sevichero.
—Duerme
mi amol. Voy al negocio. Dame las llaves del auto. Duelme. Glacias pol todo.
¡Te amo!
La
musa encantadora fraseo las palabras muy lento, arrullador, aterciopelado, tanto
amor fue una estocada al corazón, un cariño como nunca el cacherito había
escuchado. El matador sonrió, acomodó las almohadas y se zambulló en un profundo
sueño reconciliador. Durmió patas arriba como un dios. Se despertó a las once
de la mañana porque sonó insistente su móvil de última generación. Sonámbulo,
perdido en el espacio, contestó.
—¿Qué
pasa broder? ¡Deja dormir huevón!
—¿Oe,
por qué no has abierto la chingana?
—¿Qué? Mi ñori ha ido temprano…
—¡Compadre,
tu negocio está cerra’o!
Un
silencio sepulcral se escuchó en el aire. Los compadres tragaron saliva. El
fogoso enamorado llegó en taxi al negocio, acalambrado, serio y preocupado. En
las rejas, puerta y cortina corrediza no había ningún candado. Abrió la puerta
y encontró todo pelado. Vacío. Limpio. Al cacherito lo habían desplumado.
En
estos días al santo varón se le ve en el jirón Gamarra jalando una carretita
con dos termos grandes ofreciendo refresco, empanadas y habitas saladas.
NICOLÁS DANIEL LEÓN
CADENILLAS.
Lima, octubre, 2019.
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