Trastabillando seguí el destino trazado por los dioses comediantes, dando tumbos llegué al mítico Grupo de Teatro, bajo la manga tenía un tarjetazo y el apoyo incondicional de mi manager; llegó el momento de la entrevista y no pasó nada, a excepción que sólo me dieron una chequeada de pies a cabeza; a la hora que me presentaron al grupo los demás integrantes no se dieron por aludidos, ni la tos; en prima me alcanzaron un libreto y antes que le dé una hojeada la Directora mirándome fijamente con cara de pocos amigos, me preguntó:
- ¿Dicen que eres actor?
- Así es.
- ¿Dónde has estudiado?
- En Lima ... hice la escuela por televisión, el bachillerato por radio y me recibí en la universidad de la vida.
- Acá no estamos para perder el tiempo.
- Lo sé.
La Directora le dio una rápida mirada a los ojos a mi representante y dirigiéndose a mí sin más explicaciones me dijo:
- ¡Stromboli es tu papel!
Se hizo un silencio en las butacas, todos me miraron, tragué saliva disimuladamente, acepté con un meneo de cabeza y apretada de labios, y me oculté en mis gafas oscuras de verano. Como nuevo integrante del grupo pensé que me iban a dar un personaje secundario para que me vayan conociendo y yo me vaya fogueando, pero no, me dieron uno de los personajes principales: Strómboli, el titiritero del circo. En ese momento me pescaron frio, no pude decir nada; en el ensayo de mesa cuando leímos detenidamente toda la obra, Pinocho, me dí cuenta que tenía bastante participación y bastante letra; me asusté, me puse pálido, se me bajó la presión, pero no dije nada a nadie. Mi prestigio estaba en juego. El único nuevo integrante en el elenco era yo, y yo era el único que no se sabia la letra. Concluida la lectura me dijeron:
- Un par de ensayos y saltábamos al ruedo.
- No hay problema; contesté con un nudo en la garganta.
¡Mentira, sí había problemas! Mi cerebro no funcionaba a cien kilómetros por hora; tenía la chispa atrasada y entumecida por haber estado trabajando con el bendito apoyo del teleprompter o con los angelicales apuntadores. Sudaba frio.
En mi ensayo general solo con los actores que participaban en escena me di cuenta que el joven actor que personificaba a Pepe Grillo se sabía toda la obra al derecho y al revés; una vez acabado mi preestreno tomé la iniciativa de charlar con el joven - de cariño le puse el sobrenombre "grabadora humana"; le pedí que no me pierda de vista, le expliqué que tenía la letra prendida con alfileres.
- Me avisas, por favor, el momento exacto cuando me toca entrar a escena, no me he aprendido bien los pies.
- ¡Pero es fácil!, tu primera entrada es el quinto compás de la marcha Washington Post ...
- Por favorcito, me haces una seña. Mañana con el público encima para mi esto va hacer como un examen de grado, por favor.
En el estreno mi memoria de elefante funcionó como un reloj suizo. En la siguiente función, el segundo domingo del mes, bacán pero sudé frio en mis monólogos; tercera función, fue la peor aventura neurótica, se me hizo una laguna que ni los diositos de las aguas podían salvarme; acordándome de las sabias enseñanzas de mi profesor Peter Brook:
- "Una palabra no comienza como palabra, sino que es un producto final que se inicia como impulso ... "
Tomé viada y me dí varios impulsos, zarandeadas y sacudones, y nada; con pasos lentos y seguros, sin perder el carácter de mi personaje, un hombre sin escrúpulos; me dí una vuelta por todo el escenario con mi actuación desvariada y como último recurso pegué la oreja en el telón de fondo, transpiraba a secas … en eso escuché la vocecita angelical y bondadosa de "Pepito Grillo" volviéndome el alma al cuerpo:
- ¡Dios mío, sí existes!; me dije para mis adentros.
Y mi prodigiosa voz resucitó de la ultratumba como un río represado cuerdamente canalizado, tal fue la magnitud de mi actuación que los niños acabaron odiándonos de verdad, a mí y a mi espectacular personaje hasta mucho tiempo después que terminó la temporada.
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