Para María Luisa Del Socorro, madre y abuela de mis engreídos.
En Olimpia, en el mismo sitio, en el mismísimo lugar donde encienden la llama olímpica de los Juegos Olímpicos, se me vino a la cabeza una experiencia de una antigua y veloz carrera... la de un taxista.
Cargando a nuestros hijitos que pesaban duro por lo bien papeados que estaban. Mary haciendo upa a Ale, bebita aún, y yo sosteniendo con el brazo derecho a Rigo que estaba medio dormidito. Con el brazo izquierdo sujetaba el maletín lleno de pañales, ropitas, leche en tarros, jarabes, juguetes y dos pollos trozados para jugar a la comidita en la casa de mi querido suegro Don Guillermo. Me olvidaba, llevaba también una botella de Vodka Luksusowa Luxury, legítimo de Polonia, regalo de una colega de la ciudad de Wrocław que conocí cuando era solterito sin preocupaciones de biberones, ni de chupones, ni de pañales.
Felices y bonitos con ropero dominguero, nos dirigíamos al bello Distrito de La Perla, a pasar un fin de semana fuera de Lima, juntito al mar; salíamos de excursión a la Provincia Constitucional del Callao.
Nos cuadramos en la esquina del paradero pirata de nuestros taxistas de confianza, en su mayoria vecinos y conocidos del barrio. Como nunca brillaban por su ausencia. Necesitábamos una carrera con urgencia, sólo veíamos la calles vacías. Esperábamos un Taxi para viajar cómodos con nuestros queridos angelitos, realizar el viaje en micro no salía a cuenta, nos demoraríamos una eternidad, viajaríamos apretados como sardinas y con todo el equipaje que llevábamos era catastrófico; los ladrones y las combis asesinas no respetan al público; era una idea suicida pensar en viajar en microbio. ¡Ni locos que fueramos!
Se nos encolleró un músico folklórico. |
Auto que pasaba, levantábamos la mano. En plena espera, se nos encolleró un músico folklórico con sus instrumentos; una hermosa arpa, una bolsa con quenas, zampoñas, sikus y silbatos; una guitarra, un charanguito; güiro, matracas, trutruca; en una bolsa finamente trabajada llevaba un equipito moderno, punto azul, Made in Japan, que daba la hora, Pioneer CD-Player con micro y control, que desentonaba con los parlantes de baja calidad típicos para hacer solamente bulla.
- ¡Taxi a la vista!- dijimos.
Mary me advirtió: -¡Ponte mosca!-. Ella levantó la mano, yo traté de hacer lo mismo; el taxista se paró en seco, nos miró y preguntó:
- ¿Onde?
- A La Macarena, Av. La Marina frente al Minis …
El musicante andino habló bastante fuerte para que todos lo escuchen, especialmente el taxista:
- ¡Pago precio!!
El taxista sin pedir permiso, sin hacer una señal, avanzó, si no me quito a tiempo me arrancaba la cabeza con lentes y todo. El pendejerete palabreó, toma que te doy, dijo un precio y el taxista aceptó. El folklórico mete las cosas en el asiento posterior, amarran los parlantes y el arpa viajera en la parrilla, bien seguro con un pañuelito rojo de bandera de peligro.
Mientras tanto nosotros seguimos levantando los brazos a todo auto que pasaba. Arrancó el vehiculo, nos arrojó humo de aceite quemado y se marchó. El andino nos miró y se sonrió de su pendejada, de su criollismo barato. Nosotros devolvimos la mirada muy fastidiamos. No avanzaron ni cien metros, el taxi volkswagen amarillo se detuvo, bajó el chofer a empujar, pidió auxilio, bajó el músico y pidió ayuda a un jovencito; empujaron la máquina, el taxista dobló en U para aprovechar la bajadita de la pista; cuando tuvo suficiente velocidad se subió a la volada, enganchó, hizo contacto, cascabeleó el auto, y arrancó la carrandanga, más humo negro, el chofer aceleró con fuerza y… a la fuga se dio. Muy alegre el taxista pasó por la pista del frente, me saludó risueño como dándome las gracias. El folklórico detrás corriendo pesadamente, se detiene, ahogándose por falta de aire, se quedó contemplando como se perdía el VolksWagen color patito en el horizonte vehícular.
Con el nuevo músico deambulante nos quedamos mirando otra vez; traté de no demostrar mis sentimientos, no pregunté la estupidez de siempre:
- ¿Qué pasó? ¿Te robaron?
Sin dar importancia a los hechos, seguímos esperando a los sorprendentes ases del volante, a los temerarios hijos de... víboras… a los endemoniados taxistas. Seguímos esperando con incertidumbre en el paradero de la esquina de nuestros honestos taxistas piratas del rico barrio de Balconcillo City.
Nicolás D. León Cadenillas.
Olimpia, 2009.
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