¡¡¡Viven!!!
Cuento carnavalesco dedicado a Yessy, "el trai'dor". ("lo lliva, lo traí").
En un lugar de La Frontera, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un empleadillo con sueldillo, ternillo limpiecillo, esposilla y perrillo renegoncillo, pero sin autillo.
Nuestro caballero andante se ganó el fastidio y raje de sus vecinillos por culpa de su linda mujercilla; ayer, bonita morenita con fragancia a flor canela; hoy, señito y blanquiñosa, gringa al pomo, huachafita y antipatiquita. Por ese insignificante motivo los vecinos del lugar los tuvieron entre ceja y ceja; igual que los sapos y las culebrinas que repitieron los rajes y las versiones inexactamente correctas o meticulosamente equivocadas. Este chismesito es la purita verdá.
En La Frontera muchas anécdotas se repiten en cada temporada carnavalesca pero esta es la inimitable y se espera que no se vuelva a repetir para ejemplo de las futuras generaciones y de los actuales jóvenes con ínfulas de semillas de maldá.
El barrunto conserva la vieja costumbre de jugar con agua por las buenas o por las malas; siempre jodiendo la paciencia al vecino desprevenido o al peatón desubicado. En pleno febrero, caluroso y veraniego, con ambiente de pichangas, chelas, tamales, anticuchos y hueveo; con párvulos correteando sin control; con cuarentones librados del pecado por el mañanero servicio de Misa; con tíos esperando el rico menú; con jóvenes picando sevichito alrededor de una destartalada carreta; otros haciendo hora, aguardando a la trampa para desaparecer y aparecer en la yapla. En la esquina del coso se armó la fiesta de sol y sombra. Fiesta acuática de los carnavales. En las azoteas, agazapados, los muy sacolargos con sus nietos esperando a sus víctimas para empaparlos con un buen y sorpresivo chapuzón.
Uno de los güeveador profesionales llegó con el chisme que había visto al vecinito modelo tomando unos copetines con los cuasi pituquitos de la vecindad en la licorería - telehipódromo de la avenida principal; y como cosa rara, estaba bien picadito con un pasito pa'delante y otro pasito pa'trás. Los mandamases de la collera se miraron y no dijeron nada, ningún gesto, ninguna mirada dejó entender que habían escuchado lo chismoseado. Sólo hicieron un mohín de mueca de irónica e hipócrita sonrisita gansteril y dieron santos y señas y contraseñas.
Pasaron los minutos y los jefes divisaron al inmaculado vecino que se acercaba con tambaleante pasito ligero, bien movidito por los buenos tragitos que se había soplado. El vecinito, modelito ejemplar de esposo y padre de familia llegaba al barrunto con terno blanco impecable, zapatos de charol blanco brillante, camisa, corbata y medias del mismo color, blanco, blanco. Todo de blanco pero con el plumífero corazón crema. Llegaba a su blanca casita adorada. Está demás decir que todo el tiempo los vecinos lo habían saludado con fingido respeto, pues de lejos parecía serio, de buenas maneras y buenas costumbres y con finos modales de urbanidad; de cerca nadie lo conocía ahora era la oportunidad.
Faltando once metros para que llegue a la meta es decir a puerta de su hogar, recibió los saludos de toda la patota al unísono y cuando se aprestó a responder los mismos con los brazos en alto, recibió una gran sorpresota, un chorrazo de agua fria. Del cielo le zamparon un baldazo de agua que lo dejó completamente espantado, horrorizado, empapado, mojado y descerebrado. Instantáneamente ipso facto, se desplomó y se zarandeó, agitándose con contorsiones violentas e indescriptibles como pescadito fuera de la pecera, todos pensaron lo peor.
- ¡Lo matamos!, se dijeron.
Mientras pensaban, a todos los presentes y sapos se les hacía un nudazo en la garganta. El larguncho vecinillo se retorció por la pista, se sujetó y agarró fuertemente el pecho a la altura del corazón, comenzó a respirar a borbotones, después de unos minutos de angustia, respiró y así poco a poco comenzó a tranquilizarse, comenzó a recuperarse, lentamente se arrodilló, miró el cielo, miró el sol, rezaba angustiosamente, lentamente abrió sus pálidas, delicadas y largas manotas; entre sus blanquiñosas palmas sujetaba un paquetito de papel blanco manteca que contenía un polvillo de "esa ri'cochinada", como dice El Chavo del Tornocho. El paquetito (la chusma lo llaman: "paco") por obra de arte y de magia se encontraba completamente seco. El ejemplar vecino había salvado su preciado cargamento. Los dos lázaros resucitados, el paquirri y el vecino modelo estaban fuera de peligro, habían sobrevivido al catastrófico baldazo de agua. La gente que vio el milagro, llena de estupor, glorificaron al idiotón, diciendo:
- ¡¡¡Viven!!!, gritaron los sapos, las culebras, las polillas, los curiosos y transeúntes.
- ¡Están con vida! ¡Sanos y salvos!, gritaron los inocentes.
- ¡¡¡Hay, qué rico!!! ¡Invita pé tío!, gritaron los hijos de la noche.
Todos los vecinos de la cuadra aplaudieron al mataor. Sin querer queriendo realizó una de las mejores faenas veraniegas de tauromaquia en el barrio. Por fin se supo quien era y de que pie cojeaba; cual era su estirpe y la clase de ejemplo; sin dudarlo cien por ciento hp negativo. El enigma estaba resuelto y no hubo que darle más vuelta al asunto.
- ¡Es de los nuestros!, gritaron los vampiros y moscardones.
- ¡Cállen el hocico!, respondieron solapamente los paseros.
- ¡Quién lo creyera!, persignándose, habló fuerte la tía monjita.
- ¡Qué ejemplo Dios Mío!!, dijo la cucufata hipócrita limpiándose la nariz fria.
- ¡Jamás hemos visto cosa igual!, estruendo general.
La blanquiñosita señito de pelo pintado había mirado de improviso por la ventana a través del cristal; vio las contorsiones de ese cuerpo espantoso de figura nada juvenil; se impresionó, muda y completamente perpleja observó el bullicio del vecindario. Con hidalguía medieval, cogió del cuello al cremoso güevo frito.
- ¡Levántate, desgracia'o! ¡Párate, caríjo, y entra a la casa!
Y lo metió a rastras sin decir más palabras. Se le vio humillada pero sin mostrar flaqueza, el brillo de sus ojos graficaba la rabia de rancia impotencia aburguesada. Gran cuchicheo de puerta en puerta. Adentro en la blanquiñosa casa, silencio aterrador.
Ni bien llegó la noche apareció un camión interrumpiendo la bulla de los pocos borrachitos carnavaleros. El mionca con baranda y tolva sorpresivamente se cuadró; el chofer uniformado preguntó una dirección, todos señalaron la casa del resucitado. El camión ni bien se cuadró frente a la fachada, inmediatamente como flotando salieron las camas, roperos, sillas, cajas; todo salía volando; cargaron el camión velozmente y en completo silencio; las chismosas no podían con su genio, abrían y cerraban las cortinas agüeitando el ambiente; se dirigían a la tienda y cuchichaban disimuladamente con descaro. Cuando el camión se retiró, los vecinos salieron de sus casas, el pipirisnice de los malos hábitos se había marchado y desapareció del barrio para nunca más volver.
El Cholo Manolete, otro espécimen que no vive en el barrio; camuflado en la sombra bajo un arbolito; bien mudo, le dijo al gordo Kíkiriquí.
- ¡Dios perdona el pecado pero no el escándalo!
- ¡No metas a Dios! ¡Cojudazo! ¡Y pasa el paco!
Y esto es todo lo que me ha chismoseado el Ño Carnavalón Quedsón. (Lima/02/2008).
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